En lugar de concentrarse en «las dulzuras de ser mamá”, como tanta literatura infantil, Kitty Crowther construye a una madre amorosa, pero posesiva y sobreprotectora, que debe aprender a soltar a su hija. Y lo consigue gracias a la expresión de deseo de la propia niña. Aunque la solución al conflicto puede tener una carga fuerte de «psicología para madres», y abonar al discurso del «sacrificio materno» tan instalado en nuestras sociedades patriarcales, todo lo que ocurre antes del final es extraño y fascinante, dos adjetivos a los que nos tiene acostumbrados esta autora belga.

Pero voy páginas atrás: Madre Medusa (Ekaré, 2020) cuenta la historia de una mujer llamada Medusa que, una noche de luna llena, da a luz a una niña: Anacarada. La cuidará con recelo, como si fuera una perla preciosa. Medusa, con su larguísimo cabello tentacular, como hecho de muchos brazos, arrullará a su hija, la sujetará para que aprenda a caminar, la alzará para que vea los nidos de los pájaros y hasta le dará de comer.

Cuando la orgullosa madre lleve al pueblo a Anacarada para que todos la conozcan, la partera que la trajo al mundo deseará cargarla. «No, tú no puedes cargarla, ella es mía», le dirá Medusa. Cuando Anacarada crezca y quiera jugar con otros niños y niñas e ir a la escuela, Medusa se negará también. Le leerá cuentos antes de dormir, jugará con ella a «la espeluznante Medusa» y le enseñará el abecedario con sus propios cabellos. «¿Es así como aprenden los otros niños?», preguntará la hija. «Sí, mi amor», mentirá la madre.

Pero Anacarada, como tantos niños y niñas en la historia de la infancia y personajes en la historia de la literatura infantil, se amparará en su deseo, insistirá hasta verlo realizarse. Madre Medusa escuchará y cederá, y más: transformará su propio cuerpo.

Algo similar ocurre en el clásico moderno El globo de Isol (FCE, 2002). Otra hija aquí desea que su madre sea diferente, que no le grite más. Y el deseo se le cumple de una manera radical: su mamá se convierte en un globo con el que la niña la pasa bastante bien. Fin. La mamá no vuelve a ser mamá y no hay una reconciliación madre e hija. En el otro extremo, en otro grito, Madrechillona de Jutta Bauer (Lóguez, 2001), una madre hace literalmente pedazos a su hija o hijo al gritarle, pero luego lo recoge, lo cose y le pide perdón. Madre Medusa ocupa un lugar entre estas dos formas de abordar una relación maternofilial conflictiva, entre la cuidadosa construcción del cuento fantástico, rico en simbolismos y metáforas, y el tono realista y terapéutico.

Pero sería simplista reducir la experiencia al espacio que se abre entre esos dos polos. El desenlace es ambivalente.

Una lectura posible es que Medusa renuncia a la cualidad fantástica de sus cabellos para complacer a su hija, lo que suena al viejo mandato social de ejercer «el más sublime sacrificio» por los hijos e hijas, como expone Susana Vargas Cervantes en su texto «Día de las madres: una invención capitalista», o a «la maternidad patriarcal sacrificada», que señala la feminista Ester Vivas en su libro Mamá desobediente (Capitán Swing, 2019).

Un ejemplo extremo de esta prescripción moral es «Historia de una madre» de Hans Christian Andersen, en el que una mujer es obligada a sangrar, llorar hasta perder los ojos y ofrecer su larga cabellera si quiere llegar al jardín donde la Muerte ha sembrado a su hijo. El cuento fue reescrito todavía de manera más cruda por Alberto Laiseca e ilustrado por Nicolás Arispe en La madre y la muerte (FCE, 2015). Allí la madre se arranca los ojos, las piernas y un brazo para llegar, en vano, a la casa de la Muerte.

Sin embargo, otra lectura posible es que Medusa se libera de su propia aprehensión, reinventa y muestra su cuerpo, siempre oculto tras sus cabellos, y es sensible al deseo de su hija. Renuncia a la opresión terrorífica en la que va tornándose su lado fantástico en una operación no provocada por una normatividad unívoca sino por la empatía y el amor que siente por su hija. No se sacrifica por Anacarada, la escucha y la deja ser, y luego ella toma una decisión propia, algo que no le pide su hija, para sanear su relación, ser parte de una comunidad y salir de su aislamiento. 

 

¿Cómo leer la resolución de la madre en relación al mito de Medusa? Al dejarse ver (que la vean a los ojos) anula las connotaciones monstruosas de la medusa mítica. ¿Se vuelve más humana?

Escuchar y responder a lo que la niña le pide la transforma positivamente, la ayuda a cortar una cabellera umbilical asfixiante, a superar un posible miedo a perderla, a que le pase algo (lo que, en contextos latinoamericanos puede tener especial eco: ¿qué madre o padre no querría ser como Medusa después de perder a un hijo o hija por la violencia de Estado, por ejemplo?).

Es Anacarada quien detona el cambio, quien conduce a la acción, quien nombra su deseo y rechaza la sobreprotección de la madre. Y una vez que Medusa acepte que salga, que vaya a la escuela (ese deseo, urgencia, de salir al mundo tan vigente ahora), Anacarada le pondrá un nuevo límite: «No, tú no puedes acompañarme. Asustas a todos los niños». Es un poco cruel de parte de la hija, pero igualmente valiente que la confronte.

En la escuela, recodaremos la complejidad de la relación, pues Anacarada sí disfrutaba el cálido cabello-nido de su mamá. Es allí donde aprende a leer. El día que le toca leer en voz alta en su salón, sus compañeros susurran: «Ella lee muy bien».

El libro cierra con un par de gestos de reciprocidad y nueva complicidad entre madre e hija: en una de las ilustraciones finales escucharemos, por primera vez, que Anacarada llama «Mamá» a Madre Medusa, y veremos, también por primera vez, los cabellos rebeldes y agitados de la niña, normalmente cubiertos con una pañoleta. Son iguales a los de su madre. Y uno desea que esas greñas, tanto las de Medusa como las de Anacarada, conserven su magia.

Voy otra vez páginas atrás para ir más allá de la lectura ideológica del libro. Madre Medusa empieza como un cuento de hadas. La prosa es directa y exacta, la imagen hechizante. Pronto notamos la ruptura con la tradición: en los cuentos de hadas los partos se describen en una línea, aquí la secuencia ocupa cinco dobles páginas, casi una tercera parte de toda la publicación. Es un momento rara vez representado en los álbumes del subgénero «Maternidad». La partera y su asistente llegan a la casa de Medusa, la atmósfera es inquietante y misteriosa, como en muchas historias de los Mumin de Tove Jansson (y también el estilo gráfico de Crowther revela esa influencia; bien podríamos estar en el Valle Mumin; la asistente de la partera parece tía de la Pequeña My). El personaje de Madre Medusa tiene la fuerza mítica de su nombre. Deberá cooperar, le dice la partera, ¡y dejar de apretar con sus cabellos a sus asistente!

Lo que ocurre después, la crianza de Anacarada, sigue siendo extrañísimo y fantástico, pero también familiar y cotidiano. Esa mezcla, distintiva de Crowther, y diversas formas de maternar brillan asimismo en El niño raíz  (Lóguez, 2015), en el que Leslie, una mujer que vive recluida en un bosque, experimenta otro tipo de maternidad al adoptar con una criatura no humana; en Annie du Lac (Pastel, 2009), todavía inédito en español, en la que otra mujer solitaria recuerda las palabras dulces y amargas que le decía su madre; y en Cuentos de Mamá Osa (Zorro Rojo, 2018) un clásico cuento para antes de dormir que funciona como una puesta en abismo: una Osa cuenta a su osezno tres enigmáticos cuentos donde los personajes se van a dormir. 

Finalmente, menciono otras singularidades de Madre Medusa: la diversidad de niños, niñas y adultos dibujados; la presencia de un maestro y no maestra en primaria baja; los pequeños seres, juguetones y curiosos, que acompañan los pasos de Anacarada y proponen vías de exploración u observación; el cruce de la medusa marina con la medusa del mito griego en esa especie de coda en la que la autora retoma la identidad de serpiente de los cabellos; los personajes de la partera y su ayudante, casi nunca incluidos en historias así; el homenaje a Tove Jansson que, más allá del estilo visual, anticipamos por el poético epígrafe que abre el libro.

Kitty Crowther es una de las autoras de literatura infantil menos complacientes y más singulares de la actualidad. Ganó el Premio Astrid Lindgren en 2010 y, sin embargo, nadie en México ha editado su vertiente de álbumes arriesgados. Hace algunos años, una editorial mexicana tenía en sus manos Madre Medusa y me pidió que la dictaminara. Aunque la evalué positivamente y celebré que alguien quisiera publicar a una autora como Crowther, frente a tanta fórmula importada, ñoña y repetitiva, el libro no convenció al equipo editorial. Fue una grata sorpresa, el año pasado, descubrir que había convencido a Ekaré.

Según sé todavía no se han traducido otras joyas como Lily au royaume des nuages (L’École des loisirs, 1997), La visite de la petite morte (L’école de loisirs, 2004) y el mencionado Annie du lac (Pastel, 2009). Desde México, sólo se le ha publicado como ilustradora en dos libros Dentro de mí (Leetra, 2016) y El cumpleaños de la ardilla (Castillo, 2016) y como autora de una tierna serie para primeros lectores: Poka y Mina (Ediciones Castillo).

Me resulta importante agregar algo que sonará obvio pero no quiero obviar: leo Madre Medusa sin la experiencia de ser madre, ni siquiera padre. He intentado, sin embargo, leer situándome como hijo, habiendo observado otras relaciones de madres e hijes a mi alrededor y representadas en muchas publicaciones, e indagando en debates y ensayos escritos de madres que recuperan la agencia sobre la representación de su maternidad. Con Medusa, Crowther complejiza y diversifica el mito, entre la idolatría y la mirada enjuiciadora, de la crianza.

 

¿Madre solo hay una? Más libros notables responden

Al preparar esta entrada, que se suma a varias que he publicado sobre el tema, pensé en otros libros notables que retrataran pluralidad de maternidades o, como dice Andrea Fuentes en su «Matrix: Antimanual de maternidad», «nuevos referentes de maternidad», «nuevas imágenes de una maternidad raíz traslación árbol, de voces y cuerpos diferentes entre sí que no buscan reivindicar para justificarse sino decirse para tejer», un «mapa libre de cerradura». El texto de Andrea, de hecho, es parte de la edición de mayo de la revista Chilango titulada «Madre no solo hay una» (que se puede leer íntegra y gratuitamente, aquí. 

Entre los títulos que se me vinieron a la mente están varios más de Isol como Secreto de familia (FCE, 2003), Petit, el monstruo (Calibroscopio, 2006), La bella Griselda (FCE, 2010), El Menino (Océano, 2015) e Imposible (FCE, 2018). En todos, las relaciones madres e hijos o hijas desafían las convenciones, con humor y agudeza.

Recordé enseguida Mágico Sur de Manuel Peña Muñoz (SM, 1998), una de las dos únicas novelas latinoamericanas que han ganado el Premio Gran Angular de SM España (la otra es Loba de Verónica Murguía). Con su prosa dilatada en detalles y precisa en descripciones de atmósferas, Mágico Sur narra un recuerdo en primera persona: el emotivo y enigmático viaje de un hijo adolescente, Víctor Manuel, y su madre, Estrella Lorenzo, al sur de Chile. Deben entregar una caja azul, cuyo contenido desconocen, a un hombre de quien la madre estuvo enamorada en su juventud.

Otras dos hijas emprenden viajes con sus madres, pero de naturaleza muy distinta. Se trata más bien huidas, ellas las impulsan a escapar de parejas violentas. Sofía, en Las sirenas sueñan con trilobites de Martha Riva Palacio Obón (SM, 2011) y Zoey en Las ventajas de ser pulpo de Ann Braden (SM, 2020). Ambas novelas usan metáforas marinas en las que barracudas y tiburones acechan a una sirena y a su madre y a una chica pulpo y a su madre y hermanos. Sólo saldrán a flote juntas.

Madres adoptivas ocupan un lugar central en las inolvidables novelas La Gran Gilly Hopkins de Katherine Paterson (Alfaguara, 2005) y Contar de 7 en 7 de Holly Golberg Sloan (Océano, 2015). En esta última, Willow, una niña genio de 12 años, vietnamita, pierde a sus padres adoptivos estadounidenses en un accidente y empieza un peregrinar en busca de una nueva familia, con Pattie al frente.

También de origen vietnamita es Ocean Vuong, el autor y personaje principal de En la Tierra somos fugazmente grandiosos (Anagrama, 2020) que luego de migrar con su madre y su abuela a Estados Unidos y pasar una infancia y adolescencia entre discriminaciones y descubrimientos, maltrato y caricias, se vuelve poeta y escribe la que será su primera novela: una larga carta a su madre.

«Querida mamá:», y empieza una narración en segunda persona que entreteje los recuerdos que tiene de ella… «La vez en que traté de enseñarte a leer como la señora Callahan me había enseñado a mí, con mis labios en tu oído, con mi mano en la tuya, y las palabras moviéndose debajo de las sombras que proyectábamos en el suelo. Pero aquel acto (un hijo enseñando a su madre) invertía nuestras jerarquías, y con ellas nuestras identidades, que, en este país, estaban ya atenuadas y amarradas. Tras varios balbuceos y falsos comienzos, las frases se te alabeaban o bloqueaban en la garganta; tras la vergüenza del fracaso, cerrabas el libro de golpe…». Pero también los momentos de una vida que ella, no siempre disponible, pocas veces cariñosa, no conoce, en la que su abuela y otro chico, del que se enamora, son su centro. Como promete el título: una grandiosa novela en la tierra.

Pensé asimismo en el contraste de la añoranza de una madre que abandona en En la oscuridad de Julio Emilio Braz (FCE, 1994), esa orfandad siempre presente en los cuentos de hadas, a veces precedida por un maltrato; y la añoranza de una madre que murió y que era la única que creía en el hijo en La flor de Paracelso de Andrés Acosta (Edelvives, 2018): «Ella, que admiraba las flores de lilium por sobre todas las cosas, un día me dijo que yo era diferente a mis hermanos y en cambio estaba más cerca de parecerme a esa planta, porque mi fuerza no estaba en los músculos, sino en mi interior». 

Y, al fin, una madre que juraríamos ve con Rayos X o tiene una bola de cristal o alguna mutación secreta que la hace una Mamá Adivina, libro de Yolanda De Sousa y Luisa Uribe (Ekaré, 2018) que juega con el imaginario de niños y niñas que realmente se preguntan si su mamá tendrá superpoderes; y una madre soltera que ha heredado sus obsesiones a un hijo muy “ordenadito”, uno que la ve con admiración y algo de temor, pero encontrará un sitio propio donde pierda miedo y gane calma… y rugidos, en Corazón de León de Antonio Ungar y Santiago Guevara (Babel, 2016).

Dos recomendaciones más: la conferencia ¿Madre no hay sino una? Poéticas de la maternidad en la Literatura para la infancia” de Cielo Erika Ospina, que propone una tipología de madres en la LIJ, y el artículo “El Día de las Madres nació como una protesta” de Jazmina Barrera.

 

También puede interesarte

¿Quién arrulla a quién? Canciones e historias para mamá

¡Aquí estás! Diez maneras de leer «mamá»

¿Te cuento un cuento, mamá?

El bebé que fuimos

Las madres rastreadoras y la muerte

 

Entrada No. 215.
Autor: Adolfo Córdova.
Ilustración de portada: Kitty Crowther.
Fecha original de publicación: 10 de mayo de 2021.

 

11 Comentarios »

  1. Muy buena reseña me gustó mucho, yo elegí éste artículo porque este me parece interesante es una historia que a veces va mucho con la realidad hay madres muy sobreprotectoras que deben aprender a soltar a sus hijos un poco y darles confianza y libertad, es un bello cuento de ecos mitológicos sobre la maternidad, el amor y libertad, Acaranda solo quiere ser como todos los niños.

  2. Excelente reseña: abierta, inteligente y plena de opciones. Las maternidades se manifiestan de múltiples maneras en y es importante que los chicos lo sepan.
    ¡Muchas gracias!

Comparte tu opinión, deja un comentario.